25 de noviembre de 2013

Hombre del Ponxo XI, el arrebato

Bueno, por akí de nuevo ar fin. Oye, más contento que el regaliz y escribiendo desde mi buhardillica privada, k no sé k más se pueee pedir en la víaa pero tampoco debe ser musho más. Y ná como ahora tengo mi rinconcico privao, creo k escribiré musho más, de hexo esta entrada y nueva SUPER ENTREGA de el cansinaco y pulgoso HOMBRE DER PONCHOOOUUU así lo atestigua. Tieee pinta de k va a ser un sitio la mar de eissspiraooo. Ahora, decorarlo un poquito más y hacerlo más desastrao y alé pa mí pa siempre. 

He llegao a la entrada número 40, vivaaaa, vivaaaa. Ahí va también la onceava parte der pesao este, la once, mi número favoricoooooooo... k guaay k guayyyyyy, no pensé k llegaría a darle tanta vidilla y resurrección pero olé k síiiiiiii

HOMBRE PONCHOSO XI, la mala jugada del destino

Pol y Quenting, bajan sin agobios hacia la garganta principal del barranco Matacabras. El camino es cuesta abajo, mas, lo pedregoso del terreno hace desaconsejable cualquier alarde de velocidad. Pol siempre tiene buenas sensaciones antes de un asalto. La adrenalina se le sube desde el espinazo y se siente capaz de todo, omnipotente ante cualquier circunstancia o adversidad. No es que sea un loco suicida, no, es que aquel es su oficio, un oficio del que lleva más de 20 años malviviendo, y como todo profesional experimentado, siente que él es quien domina su oficio y no al contrario. Además, para temeroso y desconfiado ya está Charly. “Menuda cruz, por Dios” masculla ininteligiblemente Pol al percibir el cuello tenso y las orejas yertas de su sosteniente equino.

El cielo está claro, límpido, el mediodía recién ha coronado. El fondo amarillento y ocre lo envuelve todo, poco importa el matorral o los escasos saguaros o los ridículos árboles achaparrados a la contra de aquel clima extremo, el polvo, el insoportable calor y el amarillo son las tres únicas realidades que sin excepción abotargan los cinco sentidos de cualquier ser humano desventurado que ose internarse por allí.


La diligencia avanza sin miramiento alguno. De hecho, de seguir con ese ritmo vivaz en menos de cinco minutejos se situará a tiro de piedra. Su pasaje es reducido, apenas alberga tres individuos. Dos conductores, uno privado que no dudara en rendirse al primer contratiempo y otro interesadamente comprometido con la causa que sentado al lado del otro, observa y escruta el panorama con las mangas arremangadas y aspecto escaldado. Por lo que se desprende a primera vista de este último, resulta un hombre de mediana edad, alto, moreno y de rostro duro, aguileño y temible como el de una especie de armadillo encabronado. Su nombre es Benson, un habitual, un ex convicto reformado con fama de avezado pistolero, siempre al servicio del mismo banco y que a su vez asume la encomienda de la seguridad de toda la comitiva en cuestión. Ya dentro del carruaje, vigilante de la carga, se encuentra cómodamente reclinado el responsable burocrático y bancario de la mercancía, es decir, un pelele con estudios y documentos notariales que lo acreditan como tal ante cualquier otro imbécil semejante. Un tipo miedoso y en estado de agitación máxima desde que salió de su pequeña oficina del norte de Arkansas con su traje y su sombrero de los domingos y las sufridas bifocales del trabajo. Un novel viajero nada seducido por los parajes de aquellos territorios o bien salvajes o bien no del todo civilizados. Parajes, a pesar de bellos, nada hospitalarios con los foráneos y cuyo tránsito cualquier americano de acomodada procedencia con dos dedos de frente evitaría. Por desgracia, él aún intenta medrar y acomodarse, no venía posicionado ya de cuna y, sin apenas opción, se ha visto abocado a arriesgarse y tomar parte en tan desaconsejable envolao.


Aquel frío domingo de invierno la misa era si cabe más tediosa y soporífera que de costumbre. A Pol no le gustaba ni impresionaba la religión un pimiento. Demasiadas historietas con moraleja, demasiados cuentos ejemplificadores… demasiados intérpretes de aquellas rancias andanzas indicándole a uno cómo actuar en los tiempos modernos en base a una recopilación de cuentos fantásticos del Oriente Medio del año catapúm. No obstante, Cloé, después de la magnífica boda que el reverendo Mckulog les había oficiado, no le permitía escaquearse de ninguna eucaristía dominguera, ya nevase, jarrease torrencialmente o tronase con la descomunal ira del resto de dioses desatendidos de la humanidad. Y bueno, muy loco habría tenido que estar él cómo para llevarle la contraria a aquella fuerza de la naturaleza envasada en un lindo cuerpo de mujer, que además de esa energía incontrolable con la que se conducía habitualmente había sido injustamente bendecida con aquellos ojos, verde huracanado, capaces,
ante la mínima crispación, de arrasar con todo lo que se le pusiera por delante.

Mckulog era un ferviente defensor de la familia tradicional y de la retórica protestante acerca de la caridad bien entendida. Así pues, aparte de manidos discursos acerca del amor conyugal y para con los demás miembros de la comunidad, solía acudir con frecuencia, lo cual era muy de agradecer, a los evangelios del nuevo testamento y dejaba bastante de lado el resto de la Biblia. Al niño topo, desde su más tierna infancia, le había caído en gracia Jesucristo, se le antojaba como un tipo molón, con sus milagros, sus greñas y sus pelos largos, sus lecciones de humildad a diestro y siniestro etc. pero a medida que sus enseñanzas eran repetidas y reiteradas una y otra vez por aquel señor mayor medio calvo al que todos debían reverenciar y llamar padre, su interés y admiración se había enredado en un sinsentido metafísico que ni él mismo atinaba a encauzar hacia la fe cristiana inquebrantable que se le presuponía. 


Al menos, que él estuviera allí, apretando la cálida mano de Cloé, ponía contenta a su enamorada. Y, a veces, uno está feliz o alegre simplemente por contagio. También auguraba que tan pronto como aquel bodrio confesional terminase, ella le colmaría de los arrechuchos y atenciones que su valeroso estoicismo se merecía. Con el paso de los meses él había catalogado los domingos como días de asueto sensacionales con un peaje de inicio a pagar religiosamente bien de mañana.

Sus párpados se le cerraban sin querer, de poco en poco. Por suerte, no roncaba y ningún parroquiano, a excepción de su esposa, se percataba de sus intermitentes sueñecitos. Cloé, no obstante, ya le había arreado tres o cuatro codazos admonitorios. Era una bruta sin consideración, pero ¿Qué podía esperarse de su señora si él mismo era igual o peor? Y a pesar de esas sapiencias sobre el otro seguían queriéndose si cabe más cada día. Aquella tarde debían de ir a cenar, todos, con sus padres. Ya hacía un año de su boda y la cosa parecía marchar viento en popa. Recién aquel domingo se cumplían dos meses desde que Cloé le anunció que estaba en cinta, periodo que había coincidido con una primera cosecha esperanzadora de la nueva granja.

La nueva granja poseía una parcela de terreno el doble de grande y fértil que la de los O’Brienn. La casa, de nueva construcción, se erigía sólidamente en el centro de la misma, mucho más bonita y espaciosa que el anterior hogar familiar. El sr. O’Brienn se había mudado con su hija y su yerno, renuente a más no poder, pero pusilánime ante la mirada sincera y querendona del único milagrito vivo que le quedaba sobre la faz de la tierra. Él había sido alojado en la confortable ala derecha de aquel edificio de dos plantas, fachada y columnata blancas y tintes afrancesadamente coloniales. Le costaba dar su brazo a torcer pero, ciertamente, había ganado en comodidad con el cambio, no cabía duda. Aunque ahora pertenecieran al condado de Wendell y el pueblo quedara menos a desmano de lo que él solía rezongar.

Aquella tarde, después de una ligera siesta, comenzaron los preparativos normales de toda comitiva. Cloé espabiló tanto a su padre como a su marido con chillidos y amenazas de diferente calado e intensidad. Ambos se levantaron raudos ante aquel toque de corneta tan potente, atemorizador y persistente. Los trajes con los que se debían ataviar ya estaban colgados en sus respectivos aseos. Y ninguno de los dos osó demorarse más de lo imprescindible.

El carruaje les esperaba a las cinco. Y los tres (bueno, los cuatro, contando al soldadito o a la princesita que andaba mareando ya desde buena mañana por la tripa de Cloé) como un clavo, perfectamente emperifollados, guapos como sólo las gentes humildes y rudas lo pueden llegar a estar y ser, subieron al carruaje. El viaje no era nada del otro mundo, apenas 45 minutos divididos en tres tramos. El primero de 25 minutos para llegar a entroncar con el pueblo, el segundo de 10 minutejos atravesando aquel pueblo en franca expansión y el tercero, un paseíto de 15 minutillos hasta arribar al ranchito de los Pol.

Pol miraba a su mujer, con aquel vestido azul cielo tan pomposo, enjoyada con las alhajas de su telúrica abuela y la alianza de casada con aquel enorme y atrayente rubí, realmente parecía una preciosa aristócrata del imperio austro-húngaro camino a uno de aquellos recargadísimos valses de gala. Ella se dio cuenta de su emoción y lo miró con esa envolvente ternura con la que sólo las mujeres extraordinarias saben mirar. Él colocó su mano sobre su pancita y le sonrió al techo entelado del vehículo. Aquella incipiente barriguita ya empezaba a notársele, y Pol se regocijaba aventurando una indisimulable sonrisa en el rostro de su afable madre en cuanto la viera, en cuanto los viera. Le habían escrito una carta hacía menos de una semana con la buena nueva. Habían preferido esperar hasta estar seguros y confiados del buen progreso del embarazo. La respuesta inmediata de su madre había sido tan animosa y jacarandosa que aquella visita era lo mínimo con lo que agradecerle semejante muestra de afecto y buenos deseos.

A los cinco minutos de salir del pueblo algo les sobresaltó. Bandoleros habían puesto el cadáver de una vaca en medio del pedregoso camino. El conductor lo sorteo como pudo y aceleró con nerviosismo. Una de las ruedas había quedado maltrecha en el incidente y el vaivén en el interior del carruaje era salvaje. Finalmente, tras 2 o 3 minutos de accidentada persecución aconteció lo irremediable. Dos caballos relucientemente negros como el petróleo cercaron su paso y a punta de pistola hicieron detener al cochero.

Ambos asaltantes llevaban el rostro ocultado con un pañuelo rojo. Señal inequívoca de pertenencia a la banda de Brackston. De malas formas, el jinete de tez más morena y pelo largo la tomo contra el pasaje, haciéndoles bajar del vehículo a empellones. El otro, algo encorvado, y de pelo entre greñudo y ralo, vigilaba a los atracados de frente. Se veía que eran tipejos acostumbrados y especializados en la labor

- Vacíense los bolsillos ¡rápido! y pongan las manos hacia delante, que las podamos ver.

Pol vivía la escena de forma tranquila, portaba un pequeño revolver escondido en la pantorrilla pero a priori tampoco era demasiado partidario de utilizarlo. Muchas cosas podían salir mal en los juegos con armas de fuego y por nada del mundo pretendía poner en riesgo a lo que más quería en esta vida. A fin de cuentas, el dinero es sólo eso, va y viene.

Los colocaron en fila. Al revisar a los cuatro rehenes, fueron arrebatándoles todo aquello de valor, siguiendo un orden exquisito. El pelazos era el encargado del saqueo y el greñudo el de vigilarles a punta de pistola. Primero cacheó al cochero, con la escasa presea de una pitillera y una petaca plateada. Con el Sr. O’Brienn el botín fue mucho mayor. A la consabida petaca de scotch le acompañaron un reloj de bolsillo de oro, un decente sombrero de copa y una billetera con más dinero suelto del que correspondería a una visita de cortesía con la familia política. Cuando llegaron a Cloé, la avaricia de los bandoleros ante tanta joya de relumbrón se enardeció. Sin embargo, el anillo no estaba -Chica lista- se enorgulleció Pol. Mas el soez, moreno y embozado bandolero pareció encabronarse al percatarse de la ausencia de la pieza en cuestión. Y tras arrancarle rabiosamente el resto de las joyas a la muchacha fue a intercambiar unas palabras con su compañero. Ambos gesticularon y bracearon con la indignada violencia de dos gorilas hambrientos. A cada segundo parecían más cabreados. Y su ira apuntaba cínica y directamente contra Cloé.

El greñudo tomo las riendas y el pelazos reculó y se plantó en la retaguardia. Casi en estampida se aproximó, agarró a la muchacha por el moño y la desplazó hacia delante con la fuerza desmedida de un elefante. Cloé rodó y cayó al suelo incapaz de reaccionar, unas impotentes lágrimas hicieron patente su tremendo dolor.

-¿Dónde está el anillo? ¿Dóndeeee?- Bramó el greñudo con la otra mano bien sujeta a la pistola y un airado aspaviento hacia su presa. Esa fue la última frase de su diabólica vida. En menos de 15 segundos, ambos forajidos, se hallaron en el suelo, deshauciados, con la garganta supurando sangre y una bala alojada en el centro mismo de su envilecido corazón.

El humeante cañón de Pol Pol nunca había actuado con tal severidad y falta de compasión. Presuroso, el niño topo esprintó a comprobar el estado de su amada lavandera. Estaba magullada, pero bien, ambos se abrazaron, y se sintieron reconfortados con el mero contacto mutuo. La atención de inmediato voló hacia la pancita de la embarazada, cabía la duda de que el feto hubiese sufrido algún tipo de daño, mas Cloé, clarividente como pocas, enseguida supo que no.

- Estamos bien, Pol. Perfectamente, sólo un poco arañados y asustados. Pero en poco se nos pasará ¿A que sí?- y poso su mano derecha en torno a su ilusionante cintura.

El cochero, un hombre bueno y metomentodo, apellidado Riley, que no había tenido hijos y cuya mujer lo mangoneaba cuanto quería y más, fue a inspeccionar los cadáveres de ambos asaltantes. El moreno era Remintong, una alimaña de poca monta, por el que la abultada recompensa aunque fuera muerto bien valdría el susto y el viaje de vuelta. Con la ayuda del sr. O’Brienn aupó y ató el cadáver al techo del carruaje. Inmediatamente después, se acercó al segundo, el greñudo, a ver si le sonreía la misma suerte monetaria. Al destapar el pañuelo del greñudo, un gran grito emergido desde su aterrorizada garganta espantó a los carroñeros pájaros de los alrededores y escampó en vía preferente hacia la mismísima boca del infierno…


Benson es el primero, el más taimado y astuto en percatarse de que algo huele a podrido por aquel barranco de mil demonios. Ya falta poco para alcanzar el éxito, Bexnorvil está a la vuelta de la esquina, a apenas 20 millas noroeste. Y es justo a partir de ahí cuando se han de extremar las precauciones y pecar de cautelosos. Ya que al igual que les ocurre a los salmones del ártico cargados de proteicas huevas es justo rayando las puertas de la meta cuando han de tener más cuidado con los sustitutos arrabaleros de los voraces y expectantes osos de garras afiladas y morro hambrientamente salivado. Como ya se conoce, y sabe que no siempre está en lo cierto, disimula. No sin posar ambas manos en el cinto, al quite, y escrutar minuciosamente el paisaje. Sí, desde luego, la bochornosa calma que le circunda, la ausencia de fauna visible, es algo a tener muy en cuenta y que le enerva los nervios sobremanera. 


FIN

Ando tó liao cn el máster y demás mierdas así k me las pirooo a hacer cosas de provecho....

Bueno, como de toas formas, casi de seguro k escribiré antes de fin de año, habiéndome kitao de encima este peso muerto ponxoso k me he kitao pa una buena temporá, paso de felicitaros las navidades. Todo y animandoos a que vayáis entrenando el engullimiento exagerao pa' las fiestasssss, yo al fin he encontridoooo polvoronesss de canelaaaa asi k aniré fenttttt... venga, k espero k os haiga gustao musho mushísisimooooo la nueva entrega del sinvergüenza de poca higiene corporal (k keréis es un hombre de su época, el animalico) k paséis un otoño-invierno felicicissiimooooo. Un abracico gente guapaaaa